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Vista aérea de Tlatelolco
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Ayotzinapa y Tlatelolco

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Necesitamos construir formas de acción colectiva para que la memoria se vuelva compromiso

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Hay símbolos que nadie elige ser. La historia los impone con crudeza, arrancando vidas, desdibujando los rostros de los actores sociales y dejando sus nombres para que los que nos quedamos recuperemos su memoria como una forma de luchar contra la injusticia.

Los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa fueron, en septiembre de 2014, víctimas de una violencia incomprensible que todavía no esclarece sus hechos ni revela a sus perpetradores.

Jóvenes que viajaban a la Ciudad de México para conmemorar la matanza de Tlatelolco en 1968 —otro momento donde la vida estudiantil fue silenciada a la fuerza— terminaron engrosando, paradójicamente, la misma lista de símbolos que pretendían honrar.

Esa es quizá la ironía más dolorosa de nuestro tiempo: quienes iban a recordar la represión de hace medio siglo se convirtieron ellos mismos en emblema de una tragedia semejante. Los ecos del 68 se repitieron en pleno siglo XXI, como si la historia mexicana estuviera atrapada en un ciclo perverso donde la juventud, la organización social y el reclamo de justicia encuentran siempre la misma respuesta: la violencia asesina, la desaparición sistemática, que quiere condenarnos al silencio y la desesperación.

La memoria de los 43 no sólo se suma a la de las víctimas en Tlatelolco; dialoga con ella, la actualiza y la hace presente; la historia nos interpela, agitándonos como para despertarnos y recordar que seguimos en deuda con quienes creyeron en la educación, en el derecho a soñar, en la posibilidad de transformar su entorno. Y es que las escuelas normales rurales, como Ayotzinapa, siempre han estado ligadas a los sectores más olvidados del país. Sus estudiantes encarnan esa mezcla de resistencia y esperanza que tanto incomoda a los poderes que prefieren la resignación, la dócil obediencia y la servil ignorancia.

Quedarnos sólo en la conmemoración corre el riesgo de convertir la memoria en un ritual vacío, en un gesto solemne que se desgasta cada año que pasa sin transformar nada en la realidad, ni se convierte en acciones que vienen de la consciencia y el compromiso. Recordar es necesario, sí, pero insuficiente. El recuerdo debe impulsarnos a actuar, de lo contrario, se vuelve un eco lejano que se desgasta en el tiempo y pasa a ser resignación.

A más de una década de la desaparición de los 43, las familias esperan verdad y justicia. Siguen tocando puertas, marchando, sosteniendo el retrato de sus hijos como faros de dignidad en medio de la oscuridad institucional. Han mostrado al país y al mundo lo que significa resistir y persistir, exigir incansablemente, sobreponerse al dolor que no da tregua. La deuda con ellas no se salda con discursos ni con placas conmemorativas; se salda con verdad, con justicia y con garantías de que estas tragedias no se repetirán.

Por eso, además de sumarnos una vez al año a las marchas, los pases de lista y los minutos de silencio, necesitamos construir formas de acción colectiva y organizada para que la memoria se vuelva compromiso. Preguntarnos: ¿Qué podemos hacer desde nuestras escuelas, universidades, barrios y centros de trabajo para sostener la exigencia de verdad y justicia? ¿Qué redes podemos tejer para acompañar a las familias de los desaparecidos? ¿Cómo convertimos el dolor en fuerza social que obligue a las instituciones a cumplir su deber? Puede ayudarnos a reconocer cómo y desde dónde nos sumamos para avanzar en la exigencia de verdad que está pendiente.

La ironía histórica de Ayotzinapa —ser a la vez homenaje y repetición del 68— debe movernos a romper con el ciclo de violencia y silencio, para imaginar un país donde los jóvenes no desaparezcan, y la memoria no la escriban con sangre quienes creen que la violencia es la respuesta a nuestras demandas de una vida justa y vivible, donde recordar no sea sinónimo de resignarse.

Cada rostro de los 43 estudiantes sigue presente. Cada nombre es una llamada a resistir. Que esta conmemoración no sea sólo un rito, sino un compromiso renovado. Que la memoria nos incomode, nos movilice y nos organice. Porque sólo así, con acciones colectivas, garantizaremos que la justicia deje de ser una promesa incumplida y se convierta en una realidad para todos. 

Publicado originalmente en e-consulta.
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Material gráfico
Misael Chirino Durán
Fotografía
Ramón Tecólt González

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