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Cultura del like: la nueva autoestima adolescente

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Redes sociales y validación externa: ¿cómo se ve afectado el bienestar emocional?

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En nuestra #CiudadDigital, uno de los fenómenos más complejos que enfrentan adolescentes y preadolescentes es la necesidad constante de validación externa. Las redes sociales, diseñadas para maximizar la interacción, han convertido el like, el comentario y la cantidad de seguidores en sinónimos del valor personal. Desde edades tempranas, se aprende que la cantidad vale más que la calidad; que ser visto equivale a ser importante, y que agradar a los demás, es más prioritario que agradarse a uno mismo.

¿Por qué ocurre esto? Durante la pubertad se redefine la identidad. El grupo de pares pasa a ser el principal referente, desplazando a la familia. Así, la necesidad de aceptación, pertenencia y validación se convierten en el eje del comportamiento social, y el “like” se transforma en una recompensa inmediata, poderosa y adictiva.

Este sistema tiene serias consecuencias: ansiedad por la imagen propia, miedo a la exclusión, baja autoestima y una creciente dependencia emocional. Además, favorece la creación de identidades digitales moldeadas por lo que se considera aceptable o deseable, dejando poco espacio para la autenticidad, la diferencia o la reflexión personal. Entonces, lejos de ir consolidando la propia identidad, la confusión y la vulnerabilidad emocional aumenta.

El psicólogo social, Jonathan Haidt, ha documentado cómo este fenómeno afecta de manera particular a las niñas y adolescentes. Según sus investigaciones, Instagram ha sido especialmente nocivo para su salud mental, ya que promueve comparaciones constantes, estándares de belleza inalcanzables y una cultura de autopresentación perfeccionista. Haidt señala que a partir de 2010, con la masificación de los smartphones y las redes sociales, se dispararon los casos de ansiedad, depresión y autolesiones en esta población.

Estas preocupaciones quedaron expuestas con la filtración de los Facebook Papers en 2021, revelados por Frances Haugen, exempleada de Meta. Los documentos internos mostraron que la propia empresa sabía que el 32% de las adolescentes que se sentían mal con su cuerpo, reportaban sentirse peor tras usar Instagram. Además, los algoritmos amplificaban contenido dañino que promovía comparaciones físicas destructivas y trastornos alimentarios. Aun con esta información, Meta no hizo cambios sustanciales, priorizando el crecimiento de la plataforma por encima del bienestar emocional de los usuarios.

En la actualidad, la edad mínima para abrir una cuenta en Instagram es de 13 años, una etapa particularmente delicada del desarrollo neurológico. La corteza prefrontal, encargada del autocontrol, la toma de decisiones y la regulación emocional, aún está en formación. A esa edad, los adolescentes no cuentan con los recursos neuropsicológicos suficientes para manejar estímulos como los likes, los filtros o los mensajes virales. Además, el cerebro atraviesa la poda sináptica, un proceso que fortalece las conexiones neuronales más utilizadas y elimina las que no se usan. Esto significa que aquello que consumen con frecuencia, moldeará su cerebro y su manera de ver el mundo.

Por si fuera poco, la norma de los 13 años rara vez se respeta. Según una encuesta realizada por Thorn, organización sin fines de lucro dedicada a desarrollar tecnología para proteger a la niñez del abuso sexual, aproximadamente el 40% de los niños menores de 13 años ya utilizan Instagram. Esto implica que incluso quienes aún no tienen madurez emocional ni cognitiva para manejar estas plataformas están expuestos a sus riesgos.

Los datos confirman lo que muchos intuimos: las redes sociales, diseñadas sin considerar las vulnerabilidades del desarrollo infantil y adolescente, les exponen a una constante presión estética, comparación social y dependencia de la validación externa. Frente a este panorama, no basta con restringir el acceso. Necesitamos transformar la cultura del like que promueve la aprobación digital como base para la construcción de la identidad y autoestima, hacia una formación más reflexiva y crítica, centrada en resaltar que el valor no depende de una pantalla, sino de la capacidad de pensar, sentir, actuar y vincularse de manera ética, libre y respetuosa con los demás, creando comunidades armónicas que permitan a todos y todas, prosperar, desde su propia diversidad. Y ello requiere que gobiernos, organizaciones, escuelas y familias trabajen conjuntamente.

La tarea no es fácil, pero es urgente: necesitamos acompañarlos en la construcción de una autoestima sólida, que no dependa de algoritmos, sino de relaciones reales, experiencias significativas, vínculos sanos y aprendizajes profundos. De ello seguiremos reflexionando en el siguiente artículo.

Publicado originalmente en e-consulta.
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Material gráfico
Misael Chirino Durán
Fotografía
Ramón Tecólt González

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